
Del
tiempo largo
A
veces, en raros
instantes,
se abre, talud
real
y enorme, el tiempo
transcurrido.
Y
no es entonces
breve
el tiempo. Como el pájaro
al
elevarse abarca con sus alas
un
diminuto pueblo o costerío,
la
inmensidad de lo vivido arrecia,
y
se mira remoto el ayer próximo,
en
que el pico ávido bajaba
en
busca de alimento.
¡Qué
eternidad
de
soles ya vividos! ¡Y qué completa
ausencia
de nostalgia! Para crecer
se
vive. Para nacer de nuevo
y
rehacer la mala copia original.
Para
crecer, se sufre. No se quiere
volver
atrás, ni tan siquiera al tiempo
rumoreante
de la juventud.
Que
no para que el rostro
luzca
lozano y terso se ha vivido.
No
para atraer por siempre con el fuego
de
la mirada, no con el alma en vilo,
por
siempre se ha de estar.
De
cierto modo
la
juventud es también como una cierta
decrepitud:
un ser informe,
larva,
debatíase, qué peligrosamente
amenazado.
Se vivió. se salió,
quién
sabe cómo, del hueco,
de
la trampa:
valió
el otro
del
bosque de la vida, el pleno encanto
de
los claros del sol entre lo umbrío
para
pagar su precio: lo tanto
costó
poco; poco el sufrir inmenso
para
esta dádiva: al rostro
orne
la arruga como el pecho la cinta coloreada
de
un guerrero
o
como al niño la medalla premia
por
la humilde labor.
Como
el avaro
el
peso de un tesoro, encorva
la
espalda anciana el peso
del
vivir.
Mas
ya, arriba,
a
la salida, ya, se mira
hacia
atrás sonriendo, renacido,
como
agrietada cáscara el polluelo,
ya
se van desligando las amarras,
del
extraño navío, y como novio trémulo
locamente
lo incierto hace señales.
costó
dolor, muerte costó, la vida.
Y
al tiempo, breve o largo, siempre corto,
como
el relámpago del amor, se le mira
ya
sin recelo ni amargura
como
a las heridas de la mano, en el arduo
aprender
de su oficio,
contempla
el aprendiz.