La
memoria ha sido tocada.
Me convierto en este cuerpo ausente para
hacerla aparecer, tomar su
lugar,
no diferirla. Ahora sí, ahora.
Las negras que recién entran a la fábrica,
cuando van al baño, buscan
el
pasador. Al no encontrarlo, piden una llave. Entornala, nomás, si
nadie va a
entrar.
Yo no voy al baño de la fábrica.
Deteneme.
Tu semen actúa como esa técnica de los
pintores renacentistas. El
trazo
de una pintura temprana emergiendo debajo de una nueva sobre
la borradura.
Estar embadurnada
me da cuerpo.
Y yo escribiré las palabras que había sobre
las tablas primeras que
quebraste.
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Sacar
los cuerpos uno a uno, desvestirlos, limpiarlos, arrojarlos al río.
Hoy supe que trabajás en un hospital de
quemados. Algo ahí, se
conserva.
Alguien te dice ahí, ésta es mi familia, quemada en Auschwitz
el martes
8 de diciembre de 1942 a las nueve de la mañana. Vos, para
no escuchar
el chisporroteo de la carne, para no ver a los horneros
derramar el aceite,
el metanol. Vos, para no imaginarte los silbidos, para
no ver el reguero
de sangre marcando el camino de los vehículos que transportaban fusilados.
Olor a quemado.
Vos, para comprobar que están vivos, en cada
cama, cada sala.
Después
venís acá. Te sacás el guardapolvo blanco. No hay en el
mundo cosa
más impecable que la propia muerte. No es una ilusión lo
que te vendo,
es extirpar la corona y el labio menor, cortar los mayores;
es la herida
que se cierra por sí misma, que se adhiere. Este día a día del
cirujeo compra
para no ver. El fuego cruzado de lo que no tiene nombre.
Si me encuentran
el 8 de diciembre de 1942, cuelgan de mi cuello un sin
nombre.
Te volvés a poner el delantal como el amén del
límite de la lengua.
Sólo
borracho se puede aguantar este olor a quemado. Pagás para eso.
Pagás
bien.
De Cuando todo acabe
todo acabará,
Ediciones Paradiso (Buenos Aires, 2008).